Una visita a Hallgrímskirkja (Islandia)
Por Osvaldo Beker
Haber estado en Reykjavik representó una circunstancia inusual para mí, así como para muchos nacidos en este rincón del planeta llamado Argentina. Realmente uno entiende la expresión “el confín del mundo”, tal como sucede cuando se viaja a Ushuaia. Y el clima es similar. Y la ciudad es similar también. Solamente basta chequear el Google Maps cuando estás allá y se experimenta una especie de vértigo por dónde el globito rojo se posa: lejos de todo, cerca de lo ignoto. De todos modos, pensaba más bien en las Malvinas cuando estuve en ese pedacito de tierra en el medio del mar que es Islandia. Mucho viento, el agua ahí al lado, compañera pero a la vez amenazante, un cielo taponado de blanco, frío glacial. A esta altura vaya la pregunta: ¿por qué a lo largo de la historia hay gente que se congrega en un clima tan poco hospitalario? Claro, por supuesto, habrá sujetos a los que les agrada pero, mamma mia, hay que tener voluntad… Hallgrímskirkja es el nombre (ideal para el “juego del ahorcado”) de una iglesia que quizás sea el ícono insoslayable de Reykjavik. Se trata de una construcción extraña: dicen que su creador se inspiró en la lava, pero a mí me parece una torre irregular que, en la noche, da miedito. O, quizás, parece uno de esos cohetes que están a punto de despegar del Cabo Cañaveral. Rara. Se puede subir. Obvio que lo hice: desde allá arriba se tiene una gran vista panorámica de la ciudad (muchos techos de colores, un trazado en damero, el agua al fondo, un par de picos montañosos a izquierda y derecha). Llegar hasta allá arriba, en ese mirador inhóspito, vacío (el turismo no es muy abultado), constituyó una circunstancia sin par. En Ushuaia dicen que todo es relativo: ¿cuál es el fin del mundo?, ¿y cuál el comienzo? Es una cuestión de perspectiva. A tres horas de Londres en avión, Reykjavik ofrece un punto de vista como pocos lugares en la Tierra. Es decir, estamos en el planeta, pero a la vez parece que uno está desfasado, desubicado. Por supuesto, esta cuestión de miradas también podemos ejercitarla en el extremo sur de nuestro país. ¿Qué sabemos de Islandia? Björk. ¿Pero qué más? Poco más. O, en el mejor de los casos, que su contorno hace pensar en Nemo.