You look like Red Riding Hood
Por Micaela Persuh
Viajar solo o, mejor dicho, con uno mismo, es algo todos deberían hacer alguna vez en su vida. No solo para disfrutar del placer que implica poder hacer lo que uno quiere cuando quiere sin tener que negociar con nadie, sino también para sentir sensaciones que solo aparecen cuando sos únicamente vos con el resto del mundo.
En junio de 2019 viajé sola a Nueva York. Bah, cuasisola, porque en realidad fui a visitar a una de mis mejores amigas que vivía allá hacía seis meses pero, como solo la veía en sus tiempos libres, la gran parte del día me enamoraba de la ciudad por mi cuenta.
El primer lunes de mi viaje me levanté temprano (cosas que pasan cuando compartís la habitación de un hostel con siete personas más). El cielo estaba muy nublado y la temperatura ideal. Me puse un vestido rojo para contrastar con el día y luego me fui a desayunar a la kilométrica cocina del Hostelling International. Mientras el resto de los huéspedes se cocinaba lo que yo hubiera cenado, yo me preparé un té solo para no salir con el estómago vacío. Como no me compré el famoso chip, mientras desayunaba estudié mi fiel y amado mapa y me fijé en la aplicación del subte cómo llegar hasta donde me encontraría con mi amiga. Media hora después caminé una cuadra hasta la 103 y Broadway y bajé al tan incomprendido subte de Nueva York. Cada vez que descendía a ese submundo no lograba entender cómo a las personas les parecía tan complicado el sistema. Era tan simple. Solo tenías que saber si ibas para el norte o el sur de la ciudad. Si ibas para arriba tenías que ir del lado que decía uptown, si ibas para abajo tenías que encarar para downtown. Después era solo una cuestión de mirar los carteles y ver por qué andén pasaba el subte al que tenías que subirte y listo. Yo ese día me subí a la línea 2. La única que pasaba cerca del hostel, pero también la única que recorría la ciudad de pe a pa. No recuerdo nada especial de ese corto trayecto, pero estoy segura de que con algún personaje me habré encontrado. ¡Es inimaginable la diversidad de gente que hay en la ciudad que nunca duerme!
Me bajé en Times Square, que era por donde pasaban prácticamente todas las líneas. Ahí me encontré con mi amiga y comenzamos a caminar para el barrio de Hudson Yards, que no quedaba muy lejos de ahí. Cuando llegamos, muchas obras en construcción nos empezaron a invadir. “Están haciendo todo nuevo”, me comentó mi amiga y de a poco, con cuidado, fuimos metiéndonos por donde teníamos paso hasta que finalmente llegamos al imponente y extraño edificio “The Vessel”. “Wow”, es lo único que atiné a decir, antes de comenzar con la sesión de fotos con la estructura metálica con forma de panal de abejas. Supuestamente había que reservar con mucho tiempo de anticipación para subir, pero yo había escuchado que daban entradas para el día, así que nos acercamos para averiguar. La mandé a preguntar a mi amiga porque siempre que se pueda evitar hablar inglés, se evita. Volvió victoriosa diciendo que era verdad y fuimos a hacer la cola para que nos dieran las entradas porque algo gratis en Nueva York y en ese entonces con el dólar a 45 no se podía dejar pasar. “Vuelvan en 25 minutos”, nos dijeron, así que, como no podía ser de otro modo en el país más consumista del mundo, nos fuimos a dar una vuelta al shopping que estaba al lado. No me acuerdo cómo se llamaba, pero era una onda Galerías Pacífico, muy grande y con marcas incomprables. Igualmente paseamos y nos entretuvimos un rato dibujando en una gran pared de lentejuelas que habían montado. Era algo así como el paraíso hecho pared. Cuando terminamos nuestras obras de arte, seguimos caminando y encontramos el famoso H&M. Gracias a Dios ya se había hecho la hora de volver y no logramos caer en las garras de la marca. Por que es así, H&M te succiona y no te expulsa si no es con una bolsa en la mano. Entramos a The Vessel. Con solo poner un pie ahí adentro sentías como toda esa estructura de metal te envolvía y comenzabas a hacerte chiquito, muy chiquito. Era increíble pensar que todo eso que estaba a tu alrededor era un simple mirador que se había hecho únicamente como un fin turístico. Empezamos a subir las escaleras y el vértigo dijo “presente”. “Menos mal que no vine sola”, dije, y seguí subiendo con ayuda mi amiga. Valió la pena. Si bien la vista no era tan hermosa como desde otros grandes edificios que visité luego, se podía ver bien el río y parte de la ciudad. Y si te asomabas para adentro del panal de abejas, lo que se formaba era algo totalmente asombroso. Luego de apreciar el tiempo necesario, bajamos dificultosamente, bah, yo bajé dificultosamente porque el vértigo no me quería soltar la mano.
Cuando salimos caminamos por el famoso Highline, ese del que escuché hablar mil veces, pero que no supe qué era hasta que lo vi. Para los que no saben, es un caminito de madera que se va metiendo entre los edificios y a los costados tiene diferentes esculturas. Termina cerca del Whitney Museum, el lugar donde me separé de mi amiga y empecé mi primera aventura sola en Nueva York.
Arranqué recorriendo el museo. La verdad es que fueron quince dólares para ver lo mismo que podía haber encontrado en el Centro Cultural Recoleta, pero la vista que tenía era asombrosa y tenía wifi, así que, aunque sea valió un poco la pena. Cuando terminé de recorrerlo, me senté en uno de los sillones que había por ahí. ¡Qué objeto tan preciado es el asiento cuando uno está de vacaciones en una ciudad! Busqué en mi mapa cómo llegar al Chelesea Market aunque fue en vano porque justo esa zona tenía diagonales así que me terminé perdiendo. Sin embargo, cuando ya me estaba por dar por vencida, apareció. Entré más que para recorrerlo en búsqueda de comida, porque ya hacía varias horas que no ingería nada. Ese era mi día número tres en la ciudad y los dos días anteriores me había dedicado a probar toda la comida grasosa que podía encontrar, así que en ese momento necesitaba algo liviano, pero con lo único con lo que me topaba era con comida tapa-arterias o ensaladas, cosa que detesto. Di un par de vueltas tratando de decidir mientras mi hambre se hacía cada vez más grande. Finalmente encontré un lugar que vendía sopas. Leí, bah, deduje qué era cada una y opté por una que solo era de vegetales, porque créanme que podía llegar a haber hasta sopa de búfalo. Solo para asegurarme pregunté si la lista que estaba frente a mis ojos eran sopas y, conteniendo la risa, el chico que atendía me dijo que sí. Como se dio cuenta de que no entendía mucho lo que me estaba diciendo, me mostró tres vasos de telgopor y pedí el mediano. La chica de la caja me dijo algo totalmente inentendible y a mi primer “what” sacó tres bolsitas y me dijo que eran “free”. Agarré la que tenía como unos minipancitos, porque las otras dos no tenía ni idea qué eran. Le di los seis dólares y puse en mi mano todas las monedas que tenía y se las acerqué para que ella eligiera la que quería. Es el día de hoy que todavía no las diferencio. Salí a tomar mi sopita (la cual no quise pasar a pesos) a una especie de plaza de cemento que tenía algunas mesas y sillas. Empezaron a caer algunas gotas de lluvia, pero estaba muy cómoda ahí sentada comiendo y observando todo como para moverme. Por suerte no se largó fuerte.
Después de un rato me levanté. Mi amiga me había recomendado que fuera caminando para el lado de Greenwich, así que encaré para allá. Fueron varias cuadras, de modo que cuando me topé con el Whashington Park y vi un asiento, obviamente me tiré de cabeza. El lugar era muy agradable. Había muchos árboles y flores y en el centro una gran fuente. También se veía el arco que me había mencionado mi amiga y la Universidad Pública de Nueva York en una esquina. Había mucha gente y una banda estaba tocando música divertida. No me pregunten de qué género porque de música no tengo idea, pero sonaba divertida. De repente, un chico morocho con cara rara se me sentó al lado. “You look like Red Riding Hood”, me dijo. “What?”, le pregunté para ganar tiempo mientras mis neuronas trataban de procesar qué me había dicho. Me lo repitió. “Robin Hood”, le entendía yo y no comprendía porque me estaba diciendo que me parecía si no me había robado nada. Me lo repitió una vez más y me señaló mi vestido rojo. Mis neuronas viajaron a la velocidad de la luz hasta la parte del cerebro donde tenía guardado el recuerdo de la clase de inglés en la que me enseñaron cómo se decía Caperucita Roja. “Ahhhh”, le dije y me reí con una sonrisa falsa. “¿De dónde sos?”, me preguntó, porque claramente se dio cuenta de que no estaba ni cerca de vivir en un país anglosajón o europeo. “Argentina”, le conteste y tardó dos microsegundos en escupir prácticamente sin respirar: “Messi, Maradona, mate”. “Te topaste con la chica equivocada”, pensé mientras se ponía a hablar de lo mucho que le gustaba el fútbol y tomar mate. Traté de no decirle que no me gustaba el fútbol ni tomaba mate para no desilusionarlo, pero mi farsa no duró mucho. “¿Una argentina que no mira fútbol ni toma mate?”, me preguntó sorprendido. Balbuceé algo inentendible hasta para mí y desvié la conversación preguntándole a qué se dedicaba. Por lo que pude entender estudiaba y trabajaba en una empresa, aunque no sabía si creerle ya que era lunes a las tres de la tarde y el pibe estaba ahí sentado al lado mío y no detrás de un escritorio. No le dije nada no solo porque no sabía cómo decírselo, sino que porque también cabía la posibilidad de que hubiera entendido mal. Después de unos minutos, la charla ya se había puesto aburrida y el chico me parecía demasiado raro, así que me puse a pensar cómo podía hacer para irme sin parecer descortés ni que quisiera acompañarme. Por suerte no tuve que pensar mucho porque se terminó yendo solo. “safé”, me dije y me levanté para seguir mi camino hacia Greenwich.
Greenwich es el típico barrio que se ve en las series. De hecho, ahí está el edificio de Friends, el cual no visité porque me enteré de su existencia cuando ya había vuelto. Los edificios eran muy pintorescos y mucho más bajos que los rascacielos que se podían ver en el Distrito Financiero. Todos tenían la escalera de incendios en el exterior y cuando veías las entradas no podías imaginarte otra cosa que no fuera una escena de película romántica. Porque Nueva York es así. Es como estar constantemente mentido dentro de una película. A mí particularmente además me generó mucha paz. Caminar sola por esas calles era como ir andando adentro de una burbuja donde nada ni nadie me molestaba y donde todo estaba bien.
Sin darme cuenta llegué a Soho. Acá la topetitud ya había aumentado, no solo porque se podía visualizar perfectamente el Empire State y el One World Observatory sino porque algunas de las mejores marcas decían “presente”. Yo entre al bueno y confiable Forever, pero a diferencia del día anterior, que me había logrado comprar varias prendas, ese día no conseguí nada de mi talle. La verdad que los talles allá son algo complicado. Hasta que das con el indicado podés haberte probado cinco camisas, por ejemplo. Salí un poco desilusionada y me dispuse a seguir caminando hasta que vi el maravilloso Victoria Secret que me imantó hacia él. Desde hacía un par de años mi amiga me traía algo de ahí cada vez que viajaba a ver a su novio y me volví fan. De tal modo, estar ahí era como tener la oportunidad de ver a tu ídolo todos los días. Cuando entré fue algo así como la gloria. Solo faltaba el coro de ángeles cantando. Todas las paredes del local estaban empapeladas de productos y estaba lleno de cajoneras y estantes donde había todavía más cosas para elegir. Empecé a mirar todo completamente fascinada, sobre todo las ofertas. Estuve un buen rato mirando todo, pero otra vez el tema del talle me complicaba la vida: 32b 36c, 34ª. ¿Cómo iba a saber yo qué talle de corpiño era con todos esos números y letras? Mientras pensaba en mi cabeza cómo formularle a algún vendedor la pregunta, escuché a uno hablar castellano. “¡Milagro!”. Me le acerqué y le planteé mi problema. Ante esto me dio un papel, me metió en el sector de probadores donde me dijo que me iban a tomar medidas y se fue. “Hello”, me saludó otra vendedora mientras abría la puerta de un probador. Me metió adentro y me empezó a tomar medidas con una rapidez inimaginable. Me dio un papel que decía 32B y una pila de corpiños. Después me dijo algo que no hubo chance de que entendiera. “¿Vos no hablás español?” le pregunté, pero me dijo que no y me encerró con los corpiños. Me los empecé a probar porque supuse que eso tenía que hacer, aunque no sabía muy bien con qué fin. En ese interín se me rompió el mío. Fue como que si el lugar me hubiera dicho: “Esa baratija de Puente Saavedra acá no va, querida” Así que no me quedó otra que comprarme uno, aunque no fue de los que me estaba probado sino otro que encontré a diez dólares entre las gangas. Después de como cuarenta minutos finalmente me fui. Ya era hora de conocer Little Italy y China Town. Miré mapa no muy detenidamente y empecé a caminar. Caminé, caminé y caminé, pero ninguno de los dos barrios apareció. Al contrario, parecía que estaba cada vez más cerca de la parte sur de la ciudad. “¿Cómo podía ser?” Cuando me fijé en el mapa me di cuenta de que no había prestado atención y me había ido para el otro lado. También me percaté de que mi vejiga estaba a punto de explotar. Busqué un lugar para sentarme y poder concentrarme para encontrar el camino para llegar a un baño lo más rápido posible. No estaba muy lejos así que si caminaba rapidito lo iba a lograr. Gracias a Dios encontré un Starbucks antes de lo pensado. Entré y me fui directo para el fondo. Me puse al final de una fila donde había hombres y mujeres. “Is the same line?”, le pregunté al chico de adelante. Lanzó una risita y me dijo que sí en inglés. “¡Qué modernos!”, exclamé en castellano y cuando me escuchó me preguntó de donde era. “Argentina”, le contesté rogando que no escupiera el hilo de futbolistas y costumbres que no consumo. Por suerte no lo hizo. Por el contrario, me preguntó de qué parte de Argentina era. Aparentemente algo sabía sobre el país. Intenté explicarle cómo eran las subdivisiones geográficas, pero esta vez mis neuronas no conectaron hasta la clase de inglés donde me enseñaron eso. Con muchas señas traté de hacerme entender pero, aunque él me dijo que sí lo había hecho, para mí fue todo en vano. Antes de que le tocara su turno para entrar al baño, me dio unos tips para recorrer la ciudad y me recomendó cruzar el puente de Brooklyn temprano por la mañana así evitaba cruzarme con tanta gente. Al día siguiente le hice caso, pero eso se los cuento en otra ocasión.
Una vez liberada mi vejiga pude fijarme bien en mi mapa cómo llegar a Little Italy, que ya para ese momento parecía la tierra prometida. Retomé mi camino, esta vez pudiendo disfrutarlo un poco más. Finalmente, luego de unas cuadras llegué al bendito barrio, bah, mejor dicho, llegué a las dos cuadras conformadas por muchos restaurantes italianos y muchos locales de regalos donde podías encontrar muchos recuerditos a un precio bajísimo. No compré nada, pero me prometí que iba a volver a comerme unos tallarines con bolognesa. Di la vuelta manzana para chusmear China Town. Dos cuadras de mal olor y muchos chinos desagradables. Ahí seguro no iba a volver. Miré el cielo y se había despejado bastante. El reloj marcaba casi las siete y el One World Obervatory me llamaba a gritos. Era mi oportunidad de ver el atardecer desde allá arriba. Miré mi mapa de nuevo. Estaba lejos como para ir caminando así que me fui para el subte que había visto que estaba por ahí cerca. En el submundo del metro me conecté a wifi y chequeé la línea que debía tomar. Sin duda lo que más amé de mi viaje fue la facilidad con la que uno se podía mover por la ciudad. Nada era un problema. Si estabas en la punta del Central Park y querías ir a tomarte el barco a Staten Island, te tomabas un subte y en treinta minutos estabas ahí. Si estabas en Times Square y te daban ganas de ir hasta la Grand Central, pero no tenías ganas de caminar, subte. Si querías conocer Brooklyn, subte. No importaba a dónde querías ir, siempre había un subte que te dejaba cerca y en poco tiempo. En fin, cuando llegué hasta la última estación, bajé y me dirigí rápido hasta el edificio porque tenía miedo de perderme el atardecer. Fui para una puerta, pero el de seguridad me dijo que tenía que dar la vuelta. Mientras buscaba la entrada, miré la inmensidad del edificio. ¿Cómo podían haber hecho algo tan impresionante? Finalmente encontré la puerta de acceso y cuando entré me recibió una larga fila. Me agarró una ansiedad terrible ¡No podía perderme el atardecer! Por suerte la cola avanzaba rápido. Cuando llegué a la boletería le mostré mi celular a la chica que estaba ahí. Antes de viajar había sacado la Sightseeing Pass. Supuestamente cuantas más atracciones comprabas, más te ahorrabas. No sé cuánto de verdad tenía eso, pero yo me la compré igual porque pensé que si me llegaban a robar todo por lo menos ya tenía cinco atracciones pagas desde Buenos Aires. Después de escanear mi código QR me fui para la fila para pasar por escáner las cosas. Parecía un aeropuerto. Era increíble la seguridad que había por todos lados. Luego de comprobar que no era una terrorista fui a la cola del ascensor y cuando subí comenzó la magia. En el minuto que tardó en subir 104 pisos, cinco pantallas que vestían el cubículo me mostraron como fue evolucionando la ciudad. Cuando llegué al último piso, otra pantalla gigante exponía una panorámica de la ciudad. La chica que nos recibió dijo algo en inglés que no entendí y a los dos segundos la pantalla se levantó y dejó al descubierto la verdadera imagen de Nueva York desde las alturas. Todos dijeron “wow” al unísono. La vista era algo realmente indescriptible. Después de sacar unas fotos, la chica que había hablado antes nos hizo pasar a otro salón. Ahí otra chica se puso a explicar algo, pero yo no quería perderme el atardecer por lo que, cuando comprobé que nadie me miraba, me escurrí y me fui para el mirador principal. “Wow, wow y más wow”. No alcanzaban las palabras para describir semejante belleza. Desde allá arriba se podía ver absolutamente todo: la Estatua de la Libertad, el Puente de Brooklyn, el Empire State y hasta Time Square. Simplemente maravilloso. Después de sacar fotos muy malas desde todos los ángulos, me senté a esperar el atardecer que todavía no había llegado. Pasó media hora más y nada, otra media hora y nada. Terminé esperando dos horas hasta que finalmente se hizo de noche, pero valió la pena. Si ver la ciudad de día desde allá arriba te dejaba sin palabras, no se pueden imaginar lo que fue ver el atardecer y todo iluminado luego. Cuando todo se oscureció, me quedé quince minutos más y decidí bajar. En ese interín me agarró miedo. No se me había pasado por la cabeza que estaba en el edificio más alto de Manhattan, el que reemplazaba las Torres Gemelas que habían tirado abajo en 2001. ¿Qué pasaba si a alguien justo en ese momento se le ocurría hacer un atentado cuando yo estaba ahí arriba? Claramente me iba a morir, pero de solo pensarlo me dio un escalofrío.
Cuando bajé ya era totalmente de noche. Caminé hasta los piletones donde antes estaban las torres y me puse a leer los nombres de los fallecidos. Otro escalofrío. Me fui a sentar a uno de los tantos bancos que había por ahí y disfruté del silencio que había. Esa es otra de las cosas lindas de viajar solo: podés tener silencio cuando vos quieras. Si fuera fumadora, ese hubiera sido el momento ideal para prender un cigarrillo, pero como no lo soy, simplemente me quedé ahí y me dejé abrazar por la calma. Después de un buen rato mi panza empezó a sonar y me di cuenta de que lo último que había comido era la sopa del mediodía. No sé por qué, pero a lo largo del viaje mi apetito se redujo prácticamente al cien por ciento. Quizás era por el cansancio o por la euforia de querer conocer todo, pero la verdad es que no sentía ganas de comer. Igualmente, en aquel momento decidí que iba a cenar algo así que me dirigí hasta Oculus, la nueva estación de subte. Otra vez “Wow”. Qué habilidad tienen los yanquis de construir cosas tan maravillosas y gigantes. Ahí abajo habían construido una pequeña ciudad: Shopping, patio de comidas, juegos y todas las líneas de metro. Como ya era tarde estaba todo cerrado, así que me fui directo a buscar la línea 2 que era la que me llevaba a Time Square, el lugar que más me fascinó y por el que pasaba todas las noches, aunque fuera un ratito. Tardé en encontrar la estación. El lugar era verdaderamente muy grande, pero finalmente llegué. Cuando subí al vagón, me desplomé en el asiento. ¡Qué cansada estaba! ¡Había caminado una barbaridad! Aproveché el tiempo que el subte estuvo estacionado para romper mi burbuja y chequear mis redes sociales y contestar mis Whatsapp. Aparentemente en Buenos Aires se había cortado masivamente la luz. La verdad me importó muy poco. El metro arrancó, de vuelta a la burbuja. Después de unos cuantos minutos llegué a mi destino y salí al mundo exterior. Caminé un par de cuadras hasta las famosas escalinatas. Busqué una pizzería que había visto el día anterior. Nunca apareció. Me acerqué a un foodtrack que tenía un cartel gigante que decía “Empanadas Argentinas”. Miré los sabores y me llamó la atención que había uno que decía “Argentina”. ¿Qué clase de sabor era Argentina? Se lo pregunté al chico que atendía. “Empanadas argentinas”, me contestó. Le volví a preguntar qué sabor era ese, ”¿Carne”? Volvió a contestarme algo que no era la respuesta que yo quería. No me entendió, yo no le entendí así que terminé pidiendo dos de jamón y queso y solo una de carne, porque andá a saber qué tipo de carne era esa. También me pedí una latita de cerveza. Después de tanto caminar necesitaba hundir mi organismo en una Corona. Cuando me dio todo lo que pedí, puse la plata en mis manos y se las extendí para que él eligiera el billete y la moneda que quisiera. Me fui a sentar a las escalinatas. Volví a observar todo a mi alrededor. No podía creer que estaba ahí, sola y muy feliz con mis tres empanadas de jamón y queso (porque el chico se había equivocado) y mi birrita en Time Square.
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