Domani no, hoy
Por Micaela Persuh
Cuando llega el momento en que en la familia ya son todos mayores de edad, los viajes familiares se disfrutan de otra manera. Por un lado, porque dejan de ser una obligatoriedad y por otro porque los miembros dejan de tener jerarquía y se vuelven compañeros de aventuras.
En el 2012 fuimos con mis hermanos y mi mamá a celebrar sus cincuenta años a Europa. Primero recorrimos Madrid y Barcelona y después fuimos en tren hasta París unos días. De ahí otro tren hasta Venecia, pasamos por Florencia y finalmente llegamos a nuestro último destino: Roma.
Entre los cuatro días de estadía que tuvimos en esa ciudad, tocó el Día de la Madre, por lo que con mis hermanos decidimos regalarle a la nuestra un día en la Isla de Capri.
Llegamos temprano a la estación de tren y nos fijamos en las máquinas expendedoras de boletos (que para esa época para alguien del tercer mundo era algo revolucionario) cuánto nos costaba viajar hasta allá. Teníamos varias opciones, pero elegimos la más barata, total allá todos los trenes eran de lujo. Me encantaría contarles acerca del tren y del trayecto, pero la verdad que justo de ese no me acuerdo de nada. Luego de dos horas llegamos primero a Nápoles, parada obligatoria para ir hasta la isla. La estación era grande y la panorámica había cambiado. Se notaba una gran diferencia entre el norte y el sur y cuando salimos a la calle, esa diferencia se intensificó aún más. La ropa de la gente ya no era la misma, el ruido ambiental había aumentado considerablemente y Constitución se había vuelto un poroto al lado de esas calles llenas de cúmulos de basura, algunas con ratas coronando la pila. Comenzamos a caminar por las mugrientas callecitas y nos fuimos encontrando con caripelas que daban bastante miedo. Agarramos fuerte las mochilas, aunque creo que fue más un reflejo argentino que otra cosa. Había muchas motos y cuando digo muchas hablo de muchas en verdad. Porque no es normal que haya treinta motos juntas trasladándose a la vez. Fuimos hasta el puerto para sacar el pasaje hasta Capri. El trayecto duraba cuarenta minutos y salía doce y veinte del mediodía. El último ferri de vuelta era a las seis y media de la tarde. Como teníamos un poco de tiempo antes de que saliera el barco fuimos hasta la Iglesia de San Genaro que quedaba cerca. Ahí mi hermano, que estudió Turismo y nos hizo de guía todo el viaje, nos contó que la sangre de San Genaro se guarda en una ampolla desde hace más de quinientos años y suele licuarse tres veces por año. Las veces que no se licuó ocurrieron catástrofes como La Segunda Guerra Mundial, terremotos o la erupción del Vesubio, que dejó a Pompeya debajo de cenizas. Después de nuestra lección cultural volvimos para el puerto. En el camino pasamos por varios restaurants donde la gente estaba comiendo unas pizzas que tenían una pinta bárbara, no como las que habíamos probado en otras ciudades: finitas como un papel e individuales. Ni a los talones les llegaba a las del Palacio de la Pizza o Banchero. También encontramos una boca de subte. No nos animamos a bajar.
Doce y veinte hiperpuntual zarpó el barco. Nos sentamos al aire libre y una brisa suave y hermosa nos golpeó la cara, alivianando un poco el hambre que ya había empezado a aparecer. ¡Qué cosa linda es navegar! Cuando nos acercamos al puerto, entre el aire portuario, los turistas comprando en los puestitos de la feria y el maravilloso paisaje de fondo, fue como meterse en una película de esas románticas. Nos acercamos a un lugar desde donde salía un mini-micro que te llevaba hasta la punta más alta de la isla. Subimos e iniciamos el camino entre calles angostas en las que de un lado se veía la pared de la montaña y del otro el precipicio, pero también una panorámica inigualable. Allá arriba la vista era más hermosa todavía. Se podía ver todas las casas entre el terreno montañoso y la vegetación y un poco más allá el mar celeste que se mezclaba con el cielo. Recorrimos un poco. Todo era o cuesta abajo o cuesta arriba. Ninguna casa se encontraba en un terreno llano. Sin duda un lugar no apto para borrachos. A diferencia de otras partes de Italia, en Capri había mucho silencio, lo que lo hacía más lindo. Podríamos habernos quedado horas observando el paisaje, pero a mi hermana se le ocurrió ir hasta el otro lado de la isla. “No vamos a llegar con el tiempo”, le dijo mi mamá, pero ella insistió y la terminó convenciendo ya que haciendo cálculos y teniendo en cuenta la puntualidad europea, no había chance de perder el ferry de vuelta. Entonces nos subimos a otro mini-micro y comenzamos a descender nuevamente, pero esta vez para otra dirección. Cuando bajamos del micrito no pudimos decir otra cosa que no sea “wow”. De ese lado de la isla estaban las famosas piedras de Capri. Era como estar viendo una postal. Nos acercamos a un pequeño muelle que había allí y algunas personas se tiraron al agua. Nosotros simplemente sumergimos los pies. ¡Qué mágico es el mar! Con solo tocarlo apenitas sentís como toda la energía de tu cuerpo se renueva. De repente el Sol comenzó a bajar y el cielo empezó a teñirse de rosa. Sin duda era un momento para congelar para siempre. No me acuerdo quien fue, pero alguno de los cuatro miró el reloj y dio el aviso de que ya debíamos volver a la parada a esperar el micro que salía a las 18 hs. Fuimos los primeros en llegar así que aprovechamos para sentarnos en un banco que había allí. Los minutos pasaban y comenzó a formarse una fila. Se hicieron las seis de la tarde, pero el micrito no apareció. Mi mamá se empezó a poner nerviosa. Pasaron cinco minutos más y nada. Otros cinco y nada. Si no venía en los próximos segundos no íbamos a llegar a tomar el ferry de vuelta. Los gritos de mi mamá a mi hermana ya habían empezado a resonar hacía quince minutos. ¿Justo en ese momento los europeos tenían que romper su tradicional puntualidad? Finalmente, el bus llegó seis y veinte. Teníamos cinco minutos de viaje hasta la cima de la montaña y otros cinco para bajar. Solo un milagro nos podía hacer llegar.
Cuando el micro arribó a destino bajamos corriendo y optamos por tomarnos un taxi. Nos subimos a uno descapotable. “Al puerto lo más rápido que pueda, perdemos el ferry”, le dijo mi hermano y el conductor sonrió y asintió con la cabeza a la vez que apretaba el acelerador. En ese momento la película tranquila del comienzo del paseo se transformó en una de acción. El coche comenzó a bajar a toda velocidad con el precipicio a tan solo unos centímetros. Nuestros pelos empezaron a volar descontroladamente y no podíamos hacer otra cosa que reírnos porque la situación era completamente bizarra. Cuando llegamos al puerto, la cosa se puso mejor. Al chofer no le importó que había gente caminando por ahí. Solo apretó más el acelerador y tocó fuertemente la bocina. Desde nuestro lugar podíamos ver como las personas saltaban para los lados para no ser atropelladas. El último tramo fue de vértigo total porque ya podíamos visualizar el barco y nuestro reloj marcaba las seis y veintinueve. Cuando el taxista finalmente frenó, vimos como el ferry empezó a hacer marcha atrás, alejándose de nosotros. “Se ha ido”, dijo el chofer y el silencio invadió el ambiente hasta que bajamos del auto y mi hermana empezó a recibir el inevitable reto de mi mamá. “No sé cómo, pero conseguís otros boletos para irnos hoy de acá”, le dijo tajante. En ese momento me apiadé de ella y la acompañé a la boletería. En ese corto trayecto pensamos cómo decirle a mi mamá en el caso de que no hubiera otro ferry y cómo íbamos a conseguir dónde dormir. Fueron diez metros de puras especulaciones, que se disolvieron cuando la chica de la boletería nos cambió los pasajes con total naturalidad. Por suerte nos habían mentido y el último ferry salía a las siete y media de la tarde. Con los ánimos un poco más tranquilos revivimos el momento en el que el taxi bajó a toda velocidad por la montaña y nos empezamos a reír a carcajadas. Creo que fue el episodio más divertido de mi vida. Finalmente, siete y media de la tarde salió el último barco de regreso a Nápoles, por suerte con nosotros arriba. Esta vez nos relajamos en la parte de adentro y quedamos en silencio un poco por el cansancio y otro por el hambre ya que no habíamos probado bocado en todo el día. Cuando arribamos al puerto de Nápoles, mi hermano hizo explotar una bomba que hizo poner a mi mamá los nervios de punta nuevamente. Habíamos perdido el ferry de las seis y media y, en consecuencia, también perdimos el tren que pensábamos tomarnos para volver a Roma. Así que mientras caminábamos por las asquerosas y ya oscuras calles de Nápoles, mi hermana recibió otra seguidilla de retos. Imagínense que si no cabía ni una posibilidad de quedarnos a dormir en Capri, mucho menos existía la opción de pasar la noche en Nápoles.
Llegamos a la estación y fuimos directo para las boleterías. Le explicamos la situación al tano que vendía los boletos y él nos contestó algo totalmente inentendible. Fueron varios minutos de tratar de comprender qué era lo que estaba diciendo hasta que le entendimos un “Domani” o sea, que solo había pasajes para el día siguiente. “Domani, domani”, repetía sin parar hasta que mi mamá con una voz furiosa le dijo: “Domani no, hoy” y con total indiferencia y toda su parsimonia el hombre miró el monitor. Yo no entendí absolutamente nada de lo que dijo, pero lo que pudo reconstruir el resto de mi familia era que había un tren que salía en unos minutos para Roma y que podía vendernos unos boletos. Aceptamos y mi hermana como castigo pagó la diferencia por el cambio de pasajes. Antes de irnos del mostrador, el tano nos dijo que nos fuéramos rápido para los primeros vagones y como buenos argentinos que somos llegamos y subimos primeros. El tren tenía una especie de camarotes, pero en vez de camas tenía dos asientos largos que estaban enfrentados. Al costado, quedaba formado un estrecho pasillo. Mientras nos acomodamos en los asientos, vimos cómo los otros pasajeros bajaban de la pared una tapa que cumplía la función de asiento. Había pocos de esos, de tal modo que los que no habían sido rápidos para conseguir uno, quedaban parados o sentados en el piso. El tren empezó a andar y a los pocos kilómetros frenó en la primera estación. Subió una chica joven, entró a nuestro camarote y dijo que ese era su asiento. Ahí comprendimos que nos habían sobrevendido los boletos. Mi hermano fue el primero en salir al pasillo. Dos estaciones después seguí yo y una más, mi hermana. Mi mamá quedó siguió invicta hasta dos estaciones después donde subió el último pasajero al que le habíamos ocupado el asiento. En ese momento, uno de los tanos que estaba sentado por ahí y había visto toda la situación, nos dijo riéndose “Finito” y no pudimos hacer otra cosa que reírnos. Después de un rato ya le habíamos tomado el gustito al pasillo. Estaba lleno de tanos hablando a los gritos y riéndose. Ahora la película se había transformado en una de esas de época donde los protagonistas logran colarse como polizones en un tren para poder trasladarse de un lugar a otro y se van haciendo amigos que luego se van sumando en la aventura. El tano que antes se había reído de nosotros me dejó cedió su asiento. “Un ratito y un ratito”, me dijo con su tonadita, cosa que no me lo terminara apropiando. Ya para esa altura del día estábamos todos cansados y con más hambre que el Chavo, por lo que estuvimos en silencio una gran parte del trayecto. Solo queríamos llegar, comer y bañarnos. Después de dos horas de viaje llegamos a Roma casi a las once y media de la noche. Cuando vimos la hora nuestra esperanza de comer algo se difuminó. ¿Por qué en otros países cierran todo tan temprano? Sin embargo, cuando bajamos del tren vimos la luz encendida del Mc Donalds. Amado y hermoso Mc Donalds, el único salvador de todos los tiempos. Como vimos que ya estaban limpiando nos apuramos para que no nos cerraran en las narices. Pedimos las cheesburger de un euro que nos habían sacado del paso durante todo nuestro euroviaje y nos sentamos en un banco de la estación a comerlas, cerrando así el día que quedaría en nuestra memoria para siempre.
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