Relato urbano: Pelourinho
«Toda la riqueza del pueblo de Bahía, su gracia y civilización, toda su pobreza infinita, su drama y encanto, nacen y están presentes en esa parte antigua de la ciudad». (Jorge Amado)
En la vereda, sentado en el umbral de una puerta centenaria, miro a la izquierda y veo a una pareja tomando una cerveza a escasos dos metros. Yo también bebo la mía —una Devassa puro malte, lager—. Hacia la derecha veo acercarse a otra pareja sonriente con un carrito de bebé. Hay mucha gente en la calle, la mayoría son turistas yendo y viniendo. Cuando veo gente disfrutando de lugares públicos, distendida, relajada, me da una sensación agradable, veo gente feliz y soy parte de esa felicidad. El calor es sofocante. Sin embargo, las estrechas calles generan sombra y hay una tenue brisa que las recorre, ayudando a morigerar el calor. La calle es de piedra y solo pueden pasar autos autorizados (como taxis o patrulleros). Por eso, en la práctica, es una calle peatonal. Las fachadas son coloridas y pintorescas, dispersan la atención lejos de la suciedad reinante.
Hace varias horas, en la madrugada del día de hoy, llegué a Salvador. Tomé un Uber desde el aeropuerto hacia Pelourinho, le di las claras indicaciones que me recomendó el dueño de la posada a la que me dirigía y entablé un dialogo distendido con el chofer. Grande fue mi sorpresa cuando se detuvo a unas cuadras de la posada y me dijo que hasta ahí podía llegar, sin entender la explicación que me daba. Eran las dos de la mañana y aunque había un patrullero en la entrada del barrio, no me sentí nada seguro. Volví a decirle el lugar al que debía llevarme: «El Terreiro de Jesus» pero dijo que era lejos de ahí y que no sabía bien adonde quedaba (que es algo así como que un porteño no sepa llegar al obelisco). Decidí bajar y caminar. Se trataba solo de ciento setenta metros —según Google Maps—, pero en subida y cargando una valija y mochila, lo que se me hizo bastante pesado luego de un viaje de varias horas. Lo primero que hice (antes de iniciar la subida) fue ir a hablar con los policías, buscando un apoyo amigo, cosa que no obtuve. Fueron parcos en la respuesta y no ofrecieron mucha ayuda y mucho menos acompañarme. De hecho, por mi seguridad me pareció mejor alejarme de ellos. Comencé mi caminata con la firme convicción de que llegaría rápido ya que estaba a sólo unos metros de mi destino final. Inicié la dura subida del Largo do Pelourinho, una calle que de día me pareció pintoresca, pero de noche lo primero que vi fueron unas diez personas durmiendo una al lado de la otra, en la calle/vereda (no había distinción entre una y otra, todo era de piedras que se alternaban formando una unidad en ese sector), al lado de la iglesia Nossa Senhora do Rosário dos Pretos. Hice unos metros más y había otro grupo grande de indigentes. Uno empezó a seguirme, mientras me hablaba en un portugués dilatado (supongo que fruto del alcohol o las drogas). Me sentí un blanco fácil. Ofreció llevar mi valija. Fui amable pero firme en la negativa y no detuve la marcha. No dejó de seguirme. Ya cerca, vi tres personas discutiendo en la puerta de mi posada. La discusión se desarrollaba en inglés, entre dos gringos muy rubios y un brasileño que claramente era de la calle. Me sorprendió ver con qué fluidez se manejaba hablando en inglés. En la puerta de la posada el que me seguía me pidió plata. Le di las monedas que me había dado de vuelto el de Uber (a quien luego destrocé con mi crítica, a punto tal de que Uber me regaló el viaje). Se enojó, le pareció muy poco. Fue cuando la persona que me recibió le lanzó un grito y se fue. Decidí esquivar la trifulca, entrar rápidamente a la posada y al día siguiente preguntarle al dueño qué había sucedido. Los gringos eran holandeses y le habían comprado al otro, cocaína. Cerraron el trato y luego se arrepintieron porque les pareció cara la compra. Creo que pensaban que estaban en Disneylandia en lugar de comprando droga en las calles de una ciudad peligrosa. Incluso cuando el objeto de la transacción es ilegal prima el criterio del libre acuerdo entre partes, base del capitalismo. Dos idiotas importantes. Mientras el de la posada me acompañaba a mi cuarto me reprendió por hacer “amigos” en la calle, me dijo que no tenía que hablar con nadie. El recibimiento de Pelourinho no fue el mejor y fui a dormir pensando que los tres días que pensaba pasar ahí (antes de ir a Morro de São Paulo) no habían sido una buena idea.
Pelourinho es Dr. Jekill y Mr. Hide, de día es una cosa y de noche otra. A la mañana siguiente vi con mejores ojos todo, vi gente feliz. Es cierto también que la tercera Devassa ayudó a ser más condescendiente. Salvador fue la primera capital de Brasil (hasta 1763). Pelourinho era el nombre que se le daba a la piedra adonde se sujetaba a los esclavos para castigarlos y también el nombre del barrio que otrora supo ser de lujo, hasta que desde mediados del siglo pasado comenzó una franca decadencia. Existe desde 1549 y su ubicación fue considerada estratégica ya que se encuentra muy elevado respecto al nivel del mar, pero cerca de la playa. Está separado por una especie de acantilado, lo que le otorgaba una defensa natural. Pelourinho tiene una iglesia cada 50 o 100 metros, construidas con distintos estilos. Imagino que debe ser la mayor concentración de iglesias por metro cuadrado del mundo (quizás una buena explicación para comprender la decadencia de la ciudad). Se destaca la de São Francisco por su pomposidad en una excesiva ornamentación de oro, casi obscena. Considerando la decena de indigentes que se ve en la calle, como mínimo, no deja de llamar la atención tal contraste.
Decidí ir a dar una vuelta, siempre asistido por mi fiel amigo: Google Maps. Uno de los puntos turísticos de la zona es el Mercado Modelo, que está en la parte baja al lado del puerto. Miré el mapa y vi que no estaba tan lejos como para ir caminando. El recorrido normalmente (luego aprendí) se haría con el elevador Lacerda o el plano inclinado Gonçalves (una especie de vagón del viejo subte A de Buenos Aires que se mantiene horizontal sobre un plano inclinado, es un recorrido de unos segundos). Sin embargo, yo decidí salir a caminar y explorar el barrio. Deshice los pasos realizados la noche anterior, bajando por el Largo do Pelourinho, seguí por Ladeira do Carmo hasta el convento del mismo nombre y continué caminando.
El barrio fue cambiando, había menos gente y lo que antes era viejo y pintoresco ahora sólo era viejo.
Conversé con unos ingleses que estaban con un mapa, les pregunté si sabían cómo llegar al Mercado Modelo. Fueron muy amables, conversamos unos minutos y seguí mi marcha. Tomé la Ladeira do Pilar una callecita estrecha que requirió algo de coraje para encarar, pero los viajes también necesitan su cuota de aventura. Seguí adelante. Llegué al final de la misma y el cambio de paisaje fue rotundo, pude ver el mar, grúas portuarias, y la calle en bajada me invitaba a transitar un lugar ya poco urbano. Sentí un poco de miedo, pensé ¿adónde me estoy metiendo? Decidí seguir.
Recorrí la calle al trote, un poco por el susto y otro poco por la bajada misma, que me convidaba a rodar cual bola de bowling. De pronto escuché el sonido de una moto, luego la vi subiendo y pensé que en lugar de morir en Hollywood (tal como siempre creí que una estrella como yo ha sido predestinada) sería en una calle polvorienta de Salvador. Pero no, hice un ademán con la cabeza que fue respondido, pasó raudo y suspiré. Finalmente llegué a la parte baja de la ciudad, en un desolado lugar de depósitos y fábricas. Evidentemente mi recorrido no era precisamente el turístico. Caminé por una avenida llena de autos que iban muy rápido, ninguna persona caminando y solo lugares fabriles cerrados a mi alrededor. Me recordó a la vieja avenida Madero de Buenos Aires, donde tuve sensaciones parecidas de desolación, con mucha tierra y autos moviéndose muy rápido. Lentamente el entorno fue mejorando, comencé a ver una arquitectura mejor. Pasé por una plaza seca donde había un monumento que me alegró ver, ya que me daba muestras de civilización. Continué unos minutos hasta llegar finalmente al Mercado Modelo, donde hoy se venden artesanías y recuerdos, pero en el pasado se vendían, frutas, verduras, animales y todo lo que se nos pueda ocurrir. Decidí hacer una merecida parada en el restaurante, que ofrece una bella vista del puerto, pedí una feijoada completa como premio por la aventura, mientras escuchaba a un guitarrista haciendo un recorrido en vivo por muchas de las bossas que tanto me gustan: Chega de Saudade, Samba de uma nota só, Desafinado, Saudades da Bahia y algo de MPB. Dr. Jekill volvía a mostrarme su cara y me seducía con todo el esplendor del jeito baiano. Decidí dar una vuelta dentro del Mercado y luego emprender el regreso. Con la panza llena todo se ve más lindo. Dentro del mercado no hay refrigeración y el calor resultó agobiante. Miré mucho, compré poco, luego pasé por un cajero que hay dentro para sacar unos Reales. En la puerta pasé por un puesto de bicicletas de la ciudad. Pretendí (al igual que el año anterior) usarlas durante mis días de estadía en Salvador, sin éxito. El sistema lisa y llanamente no está pensado para extranjeros, solo admite tarjetas de crédito o débito de Brasil, un absurd
o total.
Frente al Mercado Modelo está el ascensor Lacerda, una obra pública que nos permite por 15 centavos de Real ir a la ciudad vieja (alta) desde la costa (baja). El viaje demanda unos segundos. Extrañamente no colocaron vidrios para disfrutar de la vista durante el recorrido, pero sí hay vidrios a la salida del elevador, con una vista imponente. Regresando a la ciudad alta visité varias iglesias entre las que se destaca la Catedral Basílica de Salvador. Entré. Había misa, miré un poco el show y salí. En la puerta vendían el típico acarajé de Bahia que disfruté al día siguiente. Retomé la calle de mi posada, al final de la misma está la casa-museo de Jorge Amado, quien dio a conocer Bahia al mundo con su obra. Decidí finalizar mi día allí, cerca de mi hospedaje y con un anfitrión de lujo, que quizás me ayudaría a entender mejor las contradicciones del barrio, del Brasil todo, diría.
Pelourinho es un lugar pintoresco, me recordó otras ciudades coloniales muy antiguas como Colonia del Sacramento, Paraty o Antigua Guatemala, aunque tiene identidad propia y sus construcciones no son solo casas de planta baja (como en esas ciudades). Es un lugar hermoso para sacar fotos y en general, de día, me pareció un lugar seguro. Lamento que los políticos administradores de la ciudad no cuiden al visitante, definitivamente no volveré a Pelourinho, me pareció un lugar mucho más peligroso que Rio, lugar que goza de una mala fama muchas veces exagerada y donde, al menos yo, siempre me sentí seguro moviéndome por las zonas turísticas.